Recuerdo esos anocheceres en
los que frecuentaba estar apagada. Cogía mi discman e iba a la plaza que
está al lado del auditorio. Por aquel entonces esa plaza solía
estar desierta, salvo por algún transeúnte osado que paseaba a su
perro, saliéndose de la rutina con aires de suficiencia innovadora.
Me encantaba ver el mar que se divisa desde allí. Me asomaba al
murito y podía ver el agua. Era una presencia tranquila, siempre
estaba en calma. En los momentos en los que el mar puede actuar con todo su esplendor de
olas, es un señor que grita imponiendo su presencia, con fortaleza y
bravura. Cuando el agua está tranquila, cambia de género, siendo
una mujer tranquila que te mira con complacencia y cariño. Son un
matrimonio que se manifiesta dependiendo el movimiento.
Me sentaba con las piernas
hacia el mar y lo contemplaba, totalmente hipnotizada. Escudriñaba
la mirada y observaba más allá del fondo. Quizás buscando una
solución en el fondo de las aguas, que en ocasiones de tornaban tan
turbias que desesperanzaban el intento con sólo un vistazo.
Volvía a poner la canción
número 12. Mientras a nivel externo sólo se percibía unos cascos recitando su discurso entonado, mi cabeza estaba imaginando historias. Historias que
concordaban en acción con cada fragmento de la melodía; que
hablaban de príncipes y princesas, de mujeres que luchan por salir
adelante, de ninfas que tocan la luna y de manos que inundan de calor
otras más frías. Y visualizaba estas narraciones cómo una
película, en la que la parte más intensa de la canción
correspondía con fuegos artificiales, rayos dorados que inundaban
todo mi ser y ríos fluyendo después de grandes sequías.
Me echaba boca arriba y
contemplaba el cielo. Siempre me ha recordado a una manta gigante, que nos envuelve y nos refugia de un mundo más allá de él
mismo, cómo si no estuviéramos preparados aún para tanta
complejidad y nos estuviese poniendo un filtro de protección
infantil.
Y, mi consejero-el
viento-, hacía su aparición estelar, preguntando. ¿No habéis
notado cuando el viento pregunta? Su intensidad no tiene nada que ver
con la fuerza del viento; a veces las preguntas más insistentes son
los más dulces susurros, esos que hacen que los pelos de la nuca se
ericen. Pero hay veces que no hace falta contestar a sus preguntas.
Respondes con una mirada y todas las dudas se le disipan, soplando de
manera diferente, en señal de haberlo entendido.
Es entonces cuando cierro los ojos, aún estando boca arriba en el borde del mirador y deposito mis manos en mis brazos. “A un lado está el mar, al otro la tierra. A un lado está la seguridad, al otro lo indefinible, lo bello pero a la vez que peligroso. Un movimiento brusco y no habrá vuelta atrás”.
He de decir que, en esos
momentos, nunca me planteé girarme hacia las aguas. Puede que
hubiese quedado muy bonito en una novela trágica, pero estamos
hablando de unos sucesos que ocurrieron en la vida real, y la chica
que se hubiese planteado su muerte en las profundidades marinas no
sería yo. No obstante, sí podía casi rozar la muerte con mis dedos,
la muerte de una chica que no había aprendido a nadar hasta la
fecha. Los cambios más drásticos estaban en la palma de mi mano.
Cada vez que lo hacía volvía a sorprenderme, era increíble cuanto
poder de decisión había en un simple movimiento. Podía permanecer un
buen rato sopesando las diferencias, con respeto y sin perderme
detalle alguno de las sensaciones que me trasmitía. Volvió a acabar
la canción número 12.
Me incorporaba, con la
vista y mis extremidades hacia tierra y con energía tocaba mis pies en el
duro suelo, generando un sonido hueco. Echaba un último vistazo al
mar, vislumbrando una sonrisa sincera en lo que dejaba atrás. Y yo era extrañamente feliz. Volvía a casa.
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