Tenía 23 años y se llamaba Noelia.
Aprendió a escribir y a leer y después sus manos jamás volvieron a
posarse en un lápiz. Pasaba todo el día en el Parque Acuático de
su adinerado padre. Éste comprobó cuando su hija tenía 7
primaveras que tenía un don especial: allá dónde estuviera,
contagiaba de alegría a los visitantes. Esas personas que pudieron
mezclar el frescor del agua con las risas de la pequeña, siempre
regresaban.
Su presencia generaba leyenda: pocas no habían sido las personas que se preocuparon por el bienestar de la pequeña y quisieron llevársela de allí. Pero el dinero calla al más charlatán y es capaz incluso de emborronar el código moral más resistente. Creo recordar que al final pusieron como excusa una extraña enfermedad de la que no he oído en ningún otro contexto.
Las cámaras la vigilaban en todo
momento; más de una vez algunos habían intentado raptarla o
simplemente curiosear sobre su vida. En una ocasión, ya adolescente,
dicen que un periodista intentó seducirla para crear un buen
reportaje. Todo quedó en papel mojado: fue arrestado y la condena
fue dura.
Lo curioso del caso es que su padre la
mantenía al margen de todo mal: Su hija debía permanecer en esa
burbuja de entretenimiento sin conocer los peligros: ya se
encargarían sus protectores a la sombra de frenar cualquier posible
escándalo. Para protegerla aún más, lanzaban numerosos rumores
sobre su apariencia de forma contradictoria: llegué a oír desde que
tenía un cabello dorado hasta que su piel era negra como el carbón
y tenía descendencia africana. Después de todo, su madre también
era otra mujer sin rostro, que falleció tan pronto dio a luz.
Después de observar pacientemente descubrí de quién se trataba, quién estaba allí siempre; desde que abrían el parque hasta su cierre. Y fui hipnotizado por su embrujo. Es más: no sólo repetí una vez sino que lo que empezó con una visita mensual, se convirtió con el tiempo en una por semana. Podía estar solo una hora, pero si la veía, ya tenía bastante.
La tradición había durado años, desde que tenía unos 10. Crecimos juntos, pero separados por la distancia invisible de poder hablar, ya fuera por mi timidez o por su indiferencia. Cuando pude tener coche, ya no tuve que soportar los comentarios jocosos de mis padres, por mi insistencia por volver al parque acuático, aún cuando era invierno.
¿Qué cómo era ya? Pues, su pelo no era brillante como el de las
musas de los cuadros renacentistas; tampoco sus ojos eran los típicos
de un ángel. Su piel curtida al sol, su pelo estropeado por los
hombros y sus ojos azabaches ligeramente enrojecidos le daban una
apariencia de lo más humana. Pero su sonrisa...los que presumen de
haber conocido personalmente la enigmática sonrisa de La Mona Lisa
en el museo son unos pobres ignorantes al no haber conocido el
desprendimiento emocional de la chiquilla, que pasado el tiempo, ya
no fue tan chiquilla.
Lo que si notaba era algo llamativo
pero comprensible a la vez: solía estar sola. No frecuentaba la
compañía de otros de una forma muy prolongada. Era muy hiperactiva
y saltaba de atracción a atracción, como si fuese la primera vez
que pisara ese lugar; era una gacela sin aparente dueño, un colibrí
persiguiendo una gota de rocío.
Siempre quise hablar con ella pero
sabía que era imposible. El destino y por supuesto su voluntad hizo
que fuera viable: ella lo decidió.
Transcurría el mes de agosto y la afluencia de visitantes se había incrementado incluso más que en julio. Como era mi costumbre, volvía al parque: me relajaba ver el optimismo de aquella zona recreativa y de paso, podía echar un vistazo, a ver si la veía. Me preocupaba de que lo mío se estuviese convirtiendo en una obsesión. Pero ya no lo hacía solo por ella: era el ambiente que se respiraba, el ver ese montón de desconocidos olvidarse por un momento de sus problemas para poder experimentar tanto un poco de adrenalina como de una dosis de relax. O eso era lo que me repetía, para acallar mi inseguridad a la hora de valorar mis actos.
Transcurría el mes de agosto y la afluencia de visitantes se había incrementado incluso más que en julio. Como era mi costumbre, volvía al parque: me relajaba ver el optimismo de aquella zona recreativa y de paso, podía echar un vistazo, a ver si la veía. Me preocupaba de que lo mío se estuviese convirtiendo en una obsesión. Pero ya no lo hacía solo por ella: era el ambiente que se respiraba, el ver ese montón de desconocidos olvidarse por un momento de sus problemas para poder experimentar tanto un poco de adrenalina como de una dosis de relax. O eso era lo que me repetía, para acallar mi inseguridad a la hora de valorar mis actos.
Entonces ella se me acercó. Pensé que se trataba de un espejismo. Permanecía recostado en la tumbona que daba a una gran piscina. La silueta dibujada mientras el sol cuidaba su espalda hacía que me resultara muy difícil ver la expresión de su rostro.
Se agachó y se puso a mi altura,
mientras yo me incorporaba con cierta perplejidad.
-Eres...¡Eres tú!
Qué parquedad de palabras me salen cuando el nerviosismo se apodera de mí.
Su cándida mirada hizo que mi tensión desapareciera de golpe.
-Eres...¡Eres tú!
Qué parquedad de palabras me salen cuando el nerviosismo se apodera de mí.
Su cándida mirada hizo que mi tensión desapareciera de golpe.
Y fue entonces cuando pude visionar
levemente el alcance de sus pensamientos...y jamás podré olvidarlo.
CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA.
CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA.
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