martes, 5 de octubre de 2010

Efervescencia


No es muy común que la gente me vea echando humo por las orejas. Y digo esto porque, salvo excepciones, suelo tener bastante templanza. Pero, cómo a todo el mundo hay cosas que me sacan verdaderamente de quicio. Y hace poco pude presenciar una de esas.
El sábado pasado fui con mi novio a ver dos actos: el primero fue un concierto en el Tanque de Santa Cruz de música electro-mística (género que he bautizado por mi cuenta y riesgo), siendo una experiencia estupenda, pues por un momento entré en un trance jamás experimentado. El segundo acto fue un monólogo de humor en un pub bastante pijo. Aquí vino mi indignación.
La decoración del local era impecable: mezcla de aspectos clásicos setenteros, cómo la típica bola de discoteca; unido a aspectos retro y bohemios, cómo sillones rimbombantes, geniales para una película sobre la nobleza del siglo XIX.
El promedio de los usuarios eran de una edad comprendida entre los 30 y 50, vistiendo muy elegantemente, con una copa en mano de gran glamour (eso de pedirse una Heineken, impensable), riendo de forma ruidosa y pomposa.
Cuando empezó el monólogo (un cómico del Club de la Comedia), una parte considerable del público siguió a lo suyo, hablando y riendo de sus cosas (no de lo que decía éste) con gran estruendosidad. El monologuista en cuestión, un poco cortado por la situación, pidió un poco de silencio pues, a pesar de tener un micro, el ruido era tal que ni se podía oír a sí mismo. El público de las primeras filas callaron y escucharon con atención, pero los que estaban más atrás, pasaron de todo, hablando incluso más alto, cómo un acto de rebeldía. Algunas mujeres miraban con desdén; cómo diciendo "Yo aquí mando, hago lo que quiero y los demás deben servirme ¡Faltaría más!"
Yo, mientras tanto, tenía unas ganas tremendas de meterme debajo de la mesa, de la vergüenza ajena que estaba pasando. Me da mucha impotencia la situación.
El monólogo (que estaba genial, por cierto, no veas cómo me reí después de que se me pasara un poco el cabreo) era gratis, cosa que, para ser sincera, en Tenerife no abunda demasiado. Y además, hay que ser conscientes de que vivimos en una islita con unos recursos culturales muy limitados (por mucho que digan los nacionalistas canarios que aquí hay mucha cultura y bla, bla, bla). Si cada vez que nos proporcionan un acto, hay más de uno que se cree que es cómo Moisés, que son tan importantes que las aguas se tienen que dividir cuando ellos pasan por el mar; lo único que estamos haciendo es espantar aún más a las personas que se toman la molestia de viajar hasta aquí. Bien es cierto que el acto estaba pagado por el pub. Pero haber: la moraleja que están proporcionando estos individuos es que, para nada se gastan el dinero en un acto si los usuarios pasan de él cómo de la mierda. Por suerte sólo eran una cuarta parte. Pero no obstante, se hacían notar.
Aunque no lo parezca, en Tenerife hay personas que quieren disfrutar de otras cosas, aparte de mirarse el ombligo. Bastante mosqueo tengo estando encerrada en una isla en la que se me limitan un montón de fuentes (la cantidad de conciertos, artículos y obras teatrales que nunca llegan a las islas son una barbaridad) para que encima lo fastidien un par de snob con demasiado dinero en la cartera pero muy poco sentido de la empatía y la consideración.
Quizá esté llevando esto demasiado al extremo. Quizá he depositado mi frustración en estas personas porque me da coraje dos cosas: la falta de respeto y las limitaciones.