martes, 21 de agosto de 2012

Cloro, sol y presencia (Primera parte)


Tenía 23 años y se llamaba Noelia. Aprendió a escribir y a leer y después sus manos jamás volvieron a posarse en un lápiz. Pasaba todo el día en el Parque Acuático de su adinerado padre. Éste comprobó cuando su hija tenía 7 primaveras que tenía un don especial: allá dónde estuviera, contagiaba de alegría a los visitantes. Esas personas que pudieron mezclar el frescor del agua con las risas de la pequeña, siempre regresaban.

Su presencia generaba leyenda: pocas no habían sido las personas que se preocuparon por el bienestar de la pequeña y quisieron llevársela de allí. Pero el dinero calla al más charlatán y es capaz incluso de emborronar el código moral más resistente. Creo recordar que al final pusieron como excusa una extraña enfermedad de la que no he oído en ningún otro contexto.

Las cámaras la vigilaban en todo momento; más de una vez algunos habían intentado raptarla o simplemente curiosear sobre su vida. En una ocasión, ya adolescente, dicen que un periodista intentó seducirla para crear un buen reportaje. Todo quedó en papel mojado: fue arrestado y la condena fue dura.

Lo curioso del caso es que su padre la mantenía al margen de todo mal: Su hija debía permanecer en esa burbuja de entretenimiento sin conocer los peligros: ya se encargarían sus protectores a la sombra de frenar cualquier posible escándalo. Para protegerla aún más, lanzaban numerosos rumores sobre su apariencia de forma contradictoria: llegué a oír desde que tenía un cabello dorado hasta que su piel era negra como el carbón y tenía descendencia africana. Después de todo, su madre también era otra mujer sin rostro, que falleció tan pronto dio a luz.

Después de observar pacientemente descubrí de quién se trataba, quién estaba allí siempre; desde que abrían el parque hasta su cierre. Y fui hipnotizado por su embrujo. Es más: no sólo repetí una vez sino que lo que empezó con una visita mensual, se convirtió con el tiempo en una por semana. Podía estar solo una hora, pero si la veía, ya tenía bastante.

La tradición había durado años, desde que tenía unos 10. Crecimos juntos, pero separados por la distancia invisible de poder hablar, ya fuera por mi timidez o por su indiferencia. Cuando pude tener coche, ya no tuve que soportar los comentarios jocosos de mis padres, por mi insistencia por volver al parque acuático, aún cuando era invierno.

¿Qué cómo era ya? Pues, su pelo no era brillante como el de las musas de los cuadros renacentistas; tampoco sus ojos eran los típicos de un ángel. Su piel curtida al sol, su pelo estropeado por los hombros y sus ojos azabaches ligeramente enrojecidos le daban una apariencia de lo más humana. Pero su sonrisa...los que presumen de haber conocido personalmente la enigmática sonrisa de La Mona Lisa en el museo son unos pobres ignorantes al no haber conocido el desprendimiento emocional de la chiquilla, que pasado el tiempo, ya no fue tan chiquilla.

Lo que si notaba era algo llamativo pero comprensible a la vez: solía estar sola. No frecuentaba la compañía de otros de una forma muy prolongada. Era muy hiperactiva y saltaba de atracción a atracción, como si fuese la primera vez que pisara ese lugar; era una gacela sin aparente dueño, un colibrí persiguiendo una gota de rocío.

Siempre quise hablar con ella pero sabía que era imposible. El destino y por supuesto su voluntad hizo que fuera viable: ella lo decidió.

Transcurría el mes de agosto y la afluencia de visitantes se había incrementado incluso más que en julio. Como era mi costumbre, volvía al parque: me relajaba ver el optimismo de aquella zona recreativa y de paso, podía echar un vistazo, a ver si la veía. Me preocupaba de que lo mío se estuviese convirtiendo en una obsesión. Pero ya no lo hacía solo por ella: era el ambiente que se respiraba, el ver ese montón de desconocidos olvidarse por un momento de sus problemas para poder experimentar tanto un poco de adrenalina como de una dosis de relax. O eso era lo que me repetía, para acallar mi inseguridad a la hora de valorar mis actos.

Entonces ella se me acercó. Pensé que se trataba de un espejismo. Permanecía recostado en la tumbona que daba a una gran piscina. La silueta dibujada mientras el sol cuidaba su espalda hacía que me resultara muy difícil ver la expresión de su rostro.

Se agachó y se puso a mi altura, mientras yo me incorporaba con cierta perplejidad.

-Eres...¡Eres tú!
Qué parquedad de palabras me salen cuando el nerviosismo se apodera de mí.
Su cándida mirada hizo que mi tensión desapareciera de golpe.
Y fue entonces cuando pude visionar levemente el alcance de sus pensamientos...y jamás podré olvidarlo.

CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA.

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